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Primer día nacional de las víctimas del terrorismo

Hoy he tenido la satisfacción de haber asistido al solemne acto de homenaje a las víctimas del terrorismo que han presidido Sus Majestades los Reyes en el Congreso de los Diputados. Ha sido un bonito acto en el que para mí han destacado por un lado la imagen de unidad de las fuerzas políticas contra el terrorismo y por otro los discursos del Rey y del presidente del Congreso, José Bono. Ambos han incidido en la deuda de gratitud que tiene España con las víctimas del terrorismo y en la importancia de mantener la unidad política para combatirlo.

Nada que reprochar, al contrario, ha sido un bonito detalle organizar este acto con una gran representación de víctimas en el Congreso y un alivio escuchar la contundencia de las palabras de Bono rechazando a los “tibios” y animando a los ciudadanos a denunciar a aquellos políticos que “pisen la línea roja”.

Aun a sabiendas de que esta maravillosa “unidad” que hoy hemos visto se sujeta con alfileres y que a más de un político lo tenemos siempre merodeando por esa “línea roja” a la que se refería Bono, hoy podemos decir que ha sido un gran día para la democracia y para la libertad. Veremos mañana.

Aprovecho para reproducir el artículo publicado en Diario de Navarra que con motivo de la celebración del primer día de las víctimas del terrorismo hemos suscrito Carlos Salvador y yo. Un homenaje necesario. El 27 de junio de 1960 fue una de las jornadas más sombrías del pasado reciente de nuestro país. Aquel día, una bomba colocada en la estación donostiarra de Amara acabó con la vida de la niña Begoña Urroz Ibarrola, que aún no había cumplido los dos años.

Su madre había dejado momentáneamente a la pequeña al cuidado de una tía, Soledad Arruti, que trabajaba en la consigna, y que resultó herida en la explosión. El atentado se atribuyó en su momento a algunos grupos revolucionarios de existencia confusa, pero hoy, medio siglo después, ya no hay dudas de que aquel episodio fue la puesta de largo de ETA, la organización terrorista que ha hipotecado toda nuestra historia contemporánea.

La trágica lista que inauguró Begoña Urroz acumula ya cerca de 900 nombres. Esa abultada relación de víctimas es una referencia insustituible en nuestra sociedad. Les debemos justicia y gratitud, sí, pero no sólo es eso: el colectivo que agrupa a las personas que han padecido en primera persona la violencia de ETA es la mejor garantía de que la democracia funciona. Más aún, ellos son quienes han hecho posible que funcione de verdad en tantos momentos complejos e insostenibles.

Quizá el primer sentimiento que nos inspira la imagen de una viuda joven o la de un niño que crecerá sin ningún recuerdo de su padre es el de la compasión; sin embargo, las víctimas no son personas llamadas únicamente a activar la piedad de sus semejantes. Sus historias nos estremecen y nos emocionan, y seguramente es bueno que así ocurra, pero no podemos olvidar que su condición va indisolublemente unida a algo que nos ha ocurrido a todos, a algo que tiene sus razones, o sus sinrazones, y que nunca más debería repetirse.

En ese sentido, los nombres de los muertos han ido dibujando una frontera que configura nuestro presente y que debería recordarnos siempre los límites de nuestro futuro. Las víctimas son en el fondo una espontánea voz de la conciencia que nos recuerda lo que se puede y lo que no se puede hacer; son el argumento moral que debería desbaratar cualquier tentación de buscar atajos en la lucha contra el terrorismo; son una presencia invisible llamada a modular las decisiones y las iniciativas que tomamos los políticos, y también las que adoptan los jueces, los policías y los ciudadanos.

Más que ser una voz de la conciencia, quizá su papel sea realmente el de despertar las conciencias de todos, el de ayudarnos a acertar, a ser mejores. Animados por estas reflexiones, hace unos meses propusimos a los presidentes del Congreso y del Senado la posibilidad de aprovechar la rotundidad del aniversario para organizar en las Cortes Españolas algún tipo de acto con el fin de recordar a las víctimas del terrorismo.

Se trataría –pensábamos– de homenajearles de forma unánime, de agradecer públicamente el sacrificio de todos aquellos que dieron su vida por nuestro país, es decir, por todos y cada uno de nosotros. Con su muerte, ellos estaban defendiendo nuestro estado de Derecho, nuestra libertad, nuestra seguridad. La propuesta fue bien acogida y este domingo, cuando se cumplan cincuenta años de la muerte de Begoña Urroz, todos los diputados y todos los senadores nos uniremos –esta vez sí– para recordarle a ella y a los 900 que cayeron detrás.

Cualquier muerte violenta es un despropósito inexplicable, y por eso los que seguimos vivos tenemos una responsabilidad: la de dar un sentido a los asesinatos. No podemos consentir que además de absurdas e injustificadas, las muertes de tantas personas también resulten inútiles. El 27 de junio, ya establecido como el Día de las Víctimas del Terrorismo en España, nos brindará de ahora en adelante la ocasión de hacerlo.

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