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Rentómetros políticos

Javier Marcotegui Ros, Parlamentario de UPN

Frecuentemente, el debate sobre el sentido social de los presupuestos públicos se apoya en el índice, expresado en tanto por ciento, del gasto social público sobre el Producto Interior Bruto (PIB).

Quien usa este apoyo estima que tal índice constituye un dato firme que claramente indica a los ciudadanos el sentido político del gasto público. Sin duda, pretende sacar rentas políticas. Cree haber encontrado un parámetro fácil de interpretar para convencer al ciudadano de que el presupuesto al que se refiere no es social, que olvida la educación o desatiende la salud. Si el índice citado es pequeño o menor del registrado en la región tomada como referencia, concluye que el bienestar social de su comunidad es malo o peor que el de la de referencia.

La relación del gasto público sobre el PIB constituye una falacia y encierra un peligro de desinformación y de manipulación política. La magnitud de los gastos sociales, por sí misma, no es indicativa directa del estado de bienestar ni de la bondad social de unos presupuestos. Además, el índice no señala otra cosa que el esfuerzo presupuestario público que una sociedad ha hecho o está dispuesta a hacer.

Según la OCDE, Luxemburgo en 2004 registró un gasto sanitario del 8% del PIB con un gasto sanitario per cápita de 5.089 dólares. Japón, en el mismo año, tuvo el mismo índice mientras que su gasto per cápita fue algo menor de la mitad, 2.249. Estos datos ponen de manifiesto que el índice al que nos referimos no determina la magnitud del gasto ya que su valor depende tanto del valor del numerador (gasto sanitario) como del valor del denominador (PIB). Países con índices altos pueden tener gastos sociales bajos porque bajos sean sus PIB. Cuestión distinta, según estas referencias, es el esfuerzo presupuestario de unos y otros países. Para un mismo valor del índice el esfuerzo es mayor cuanto menor sea la renta.

Este indicador, tomado como rentómetro político, permite falsear el contenido de una política social determinada. La disparidad de su valor de unas regiones a otras, o su variación en el tiempo, puede responder a distintas variables vinculadas con la extensión de los derechos sociales.

Un incremento o un decremento de los gastos sociales no implica, necesariamente, una mejora o un empeoramiento del bienestar social. Es necesario conocer otros factores sobre las estructuras demográficas, el tamaño de las poblaciones diana o de las distintas economías para valorar adecuadamente las políticas sociales. La evolución del mercado de trabajo, por ejemplo, tiene una gran incidencia. El incremento de la tasa de desempleo aumenta el gasto social pero es signo claro de enfermedad social. En el año 1993, España tuvo la mayor tasa de desempleo de los últimos años, el 24,58%, y fue acompañada del mayor índice de gasto social sobre el PIB. Es evidente que ese elevado gasto social no implicaba mayor prosperidad sino más esfuerzo para paliar el desempleo. Por otra parte, la evolución de este índice entre 1980 y 1993 fue la más alta de la OCDE, pero si de los datos se deduce el gasto por desempleo, dicha evolución fue más baja que la evolución media registrada. El índice sobre el PIB falla al no considerar las necesidades sociales, según han manifestado los expertos reiteradamente.

Por otra parte, el índice puede enmascarar graves vulneraciones del principio de solidaridad interregional y de cohesión social si las comparaciones se hacen entre regiones de una misma unidad política. Nunca deberíamos olvidar ambos principios. Por esto, las regiones más pobres, con la ayuda de las ricas, deberían gastar más para evitar dos velocidades en el desarrollo social. Me sorprende que la izquierda estime este índice.

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