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La educación del siglo XXI

Jesús Javier Marcotegui Ros, Vicepresidente 1º del Parlamento de Navarra

Nicolas Sarkozy, Presidente de la República francesa, ha dirigido una carta a los educadores. A mi modo de ver constituye todo un programa de gobierno sobre materia educativa que merece ser leído y considerado. En ella afirma la obligación de «establecer los principios de la educación del siglo XXI, que no pueden (ser) los principios de ayer y menos los de anteayer».

Con los de anteayer se refiere a los que, como en el caso de España antes de la Ley General de Educación de 1970, se preocuparon en exceso de transmitir conocimientos que situaron el saber por encima de todo, incluso de las personas aunque estas no encajaran en un sistema educativo único y rígido. Con los de ayer alude a los vigentes, que inciden más en la persona, en su individualidad, carácter y psicología que en los saberes y la cultura.

A modo de un movimiento pendular, al que somos tan proclives, se ha pasado de un extremo al opuesto. Es más sencillo permanecer en los extremos que mantener el equilibrio en el término medio, donde, como dijo Aristóteles, se encuentra la virtud. El resultado de esta mutación de principios, en palabras de Sarkozy, ha supuesto la pérdida de la autoridad del profesor, el deterioro de la cultura hasta extremos que se hace difícil la comunicación y la comprensión personal y social, el incremento considerable del fracaso escolar y la pérdida de oportunidades en la promoción social.

Es preciso encontrar el término medio; conciliar, dice, las dos tendencias opuestas: la que conduce al niño a encontrar su propia vía y la que inculca sólo saberes. El objetivo del nuevo proceso formativo debe ser el de ayudar al niño a convertirse en ciudadano adulto responsable. A tales efectos, no se trata de alcanzar los mínimos establecidos por el sistema sino de pretender lo máximo según las capacidades naturales de cada joven. A esta tarea estamos todos llamados: padres, profesores, legisladores, administradores, medios de comunicación, asociaciones de todo orden. Todos somos educadores.

El proceso debe favorecer la autoestima, que impulsa, según las capacidades, hacia los máximos objetivos. Estos sólo se consiguen si se inculca el deber de la exigencia y esfuerzo personales que conducen a la satisfacción por el deber cumplido, a la compensación por el mérito o, en caso contrario, a la sanción por la falta. El joven debe conocer el sentido de la negación, porque, además de sujeto de derechos, lo es de deberes personales y sociales que debe cumplir.

El sistema debe conseguir el respeto hacia las personas, culturas, instituciones y cosas. Es necesario desarrollar la capacidad para situarse en el lugar del otro, conocer las creencias y culturas ajenas, conocer la diferencia, comprender la diversidad. Ahora bien, ello exige, como condición previa, el pleno y total conocimiento de uno mismo, de la sociedad y cultura propias, de los elementos que configuran la identidad colectiva y moral compartidas. Por ello, el hecho religioso no puede quedar a las puertas de la escuela, ni es impertinente la eliminación de la zonificación escolar.

En este orden, aboga por poner en el centro de la ambición colectiva la cultura general antes que la especialización, y buscar lo esencial y la calidad antes que la cantidad y la exhaustividad de conocimientos. Sin duda, es necesaria la enseñanza por disciplinas pero conveniente su integración en una visión de conjunto mediante la interdisciplinariedad. Es necesario ejercitar la memoria pero oportuno despertar la conciencia, la inteligencia y la curiosidad.

En resumen, hay que elevar el nivel de exigencia, no en cantidad, sino en calidad, empezando por la enseñanza primaria para evitar la selección brutal en la entrada a la universidad.

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