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Anticlericalismo trasnochado

En el siglo XIX y buena parte del XX se enfrentaron, incluso con violencia, dos concepciones antagónicas. En un lado se situaban quienes consideraban que el Estado debía de ser confesionalmente católico. Hasta 1931 todas las Constituciones liberales españolas -a excepción de la non nata de la I República- lo aceptaron como un axioma incuestionable. El régimen de Franco acentuó formalmente la confesionalidad, aunque acabó por no acomodar su régimen a muchas de las exigencias postconciliares de la doctrina social de la Iglesia.En el otro lado, se situaban los partidarios del Estado laico. La libertad religiosa y de culto y el libre pensamiento debían considerarse como valores absolutos. Además, la Iglesia era el principal apoyo del conservadurismo y de la explotación capitalista. La jerarquía eclesiástica era cómplice de un sistema que consagraba la desigualdad social.

España ha dejado de ser católica

El enfrentamiento entre ambas posturas antagónicas llegó a su punto álgido, para mal de todos, durante la II República. Cuando Azaña pronunció aquella frase lapidaria, tristemente célebre y tal vez mal interpretada, «España ha dejado de ser católica», muchos la consideraron como una agresión a la esencia de nuestra nación y a los sentimientos más profundos de la mayoría de los ciudadanos. La persecución religiosa durante la II República alcanzó grados inauditos. En mayo de 1931, nada más proclamarse el régimen republicano numerosos conventos e iglesias fueron pasto de las llamas, ante la pasividad del Gobierno. No es de extrañar que el estallido revolucionario en la zona republicana tras el «alzamiento» de 1936 se saldara con el asesinato de trece obispos y más de siete mil curas, monjas y frailes. Esto también forma parte de la memoria histórica.

La Constitución republicana no pudo ser más sectaria. En virtud de su artículo 27, el Gobierno disolvió la Compañía de Jesús y se incautó de los bienes de los jesuitas por el grave «delito» de someterse a una «autoridad distinta de la legítima del Estado» al profesar un cuarto voto de obediencia expresa al Papa. A las demás órdenes religiosas se les prohibió crear y mantener centros de enseñanza y su actividad quedó sujeta a un estricto control del Estado. La enseñanza sería laica y «las Iglesias» tendrían tan sólo el derecho -»sujeto a inspección del Estado»- de «enseñar sus doctrinas en sus propios establecimientos». Incluso las manifestaciones públicas del culto -las procesiones, romerías, etc.- habrían de ser aprobadas, en cada caso, por el Gobierno. Esta Constitución, cuya «labor ejemplar» ha homenajeado el Parlamento de Navarra en la primavera pasada, sólo sirvió para desunir aun más a los españoles.

El saludable equilibrio de la Constitución actual

La Constitución de 1978 consiguió en este punto, como en tantos otros controvertidos, un saludable punto de equilibrio fruto del consenso. Facilitó las cosas, sin lugar a dudas, el cambio histórico de la Iglesia Católica producido pocos años atrás en el Concilio Vaticano II donde se reconoció la libertad religiosa como derecho fundamental de la persona. La separación entre la Iglesia y el Estado dejó de considerarse un mal menor.

El artículo 16 de nuestra vigente Constitución garantiza la libertad ideológica, religiosa y de culto, sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley. La Iglesia tiene derecho a crear y dirigir centros de enseñanza en todos los niveles educativos. Los poderes públicos deben garantizar el derecho de los padres a que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones. Se proclama sin ambages la no confesionalidad del Estado: «Ninguna confesión tendrá carácter estatal». Por último, los poderes públicos deberán tener en cuenta «las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones».

Sólo la mención de la Iglesia Católica en el apartado tercero de este artículo 16 de la Constitución fue objeto de controversia, sin apasionamiento, durante los debates en las Cortes constituyentes. Mientras el Partido Comunista no puso impedimento desde un principio, el PSOE -justo es decirlo- se resistió en el Congreso, aunque en el Senado renunció a mantener su voto particular contrario a tal inclusión y se abstuvo en la votación. No se oponían a la cooperación con la Iglesia Católica. Bastaba, a su juicio, con la referencia genérica a la cooperación con las confesiones religiosas.

¿A quién ofende el reconocimiento del papel de la Iglesia?

Atacar a la Iglesia por este reconocimiento carece de rigor y es fruto de un anticlericalismo trasnochado, rancio e inconstitucional. Se quiera o no, la historia de nuestra nación -incluida la de Navarra- está vinculada, en muchas cosas para bien y en algunas para mal, al devenir de la Iglesia Católica. La huella civilizadora de España en el mundo lleva un profundo sello religioso. También hay páginas negras. La Inquisición fue una de ellas, pero justo es decir que no fue ni una invención española ni exclusiva del catolicismo.

Pero la mención a la Iglesia Católica en la Constitución no se justifica sólo por razones históricas. Se asienta en poderosas razones sociológicas. Nuestro ingente patrimonio cultural y artístico tiene profundas raíces religiosas y se conserva en buena medida gracias al culto y, por tanto, a la acción de la Iglesia. Los centros educativos creados por la Iglesia desempeñan un importante papel en la satisfacción del derecho de todos a la educación. Las instituciones sociales promovidas por la Iglesia atienden las necesidades de muchos sectores marginales de la sociedad. La obra misional de la Iglesia constituye una ONG ejemplar a la hora de luchar contra la pobreza en el marco de la cooperación internacional. La Iglesia es, además, un bastión para los valores constitucionales de libertad, igualdad, justicia y solidaridad. ¿A quién puede ofender el mantenimiento por los poderes públicos de relaciones de cooperación con la Iglesia Católica?

Hay tensión entre la Iglesia y el Gobierno. Los socios del Gobierno -IU y ERC- quieren suprimir de la Constitución la referencia a la Iglesia y sus supuestos privilegios en materia de enseñanza. Hasta se rasgan las vestiduras por la presencia de las autoridades en manifestaciones religiosas. Que el Gobierno de Navarra acuda a Javier o el Ayuntamiento de Pamplona participe en la procesión de San Fermín no significa ningún privilegio para la Iglesia ni supone confusión con el Estado. Es una manifestación, pura y simple, del respeto a nuestra tradición cultural donde el hecho religioso católico forma parte, se quiera o no, de nuestras propias señas de identidad. No lo debiera olvidar el paladín del buen talante.

 

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