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La nación agonizante

Jaime Ignacio del Burgo, diputado de UPN

Lo hace en el preámbulo donde, por cierto, no hay ni una sola línea de recuerdo a la contribución histórica de Cataluña a la conformación de España ni al papel desempeñado por el Estado español y el resto de los españoles en la consecución del actual nivel de autogobierno, progreso y bienestar de la Comunidad catalana. El preámbulo carece de valor normativo, dicen los defensores de la fórmula pactada entre el presidente del Gobierno y el líder de Convergencia y Unión, y además no contiene más que un mero relato histórico. Sería cierto si se hubiera limitado a constatar que el Parlamento de Cataluña a finales de los años ochenta definió «de forma ampliamente mayoritaria» a Cataluña como nación, aunque no se ajuste a la verdad histórica que tal decisión se hubiera hecho «recogiendo el sentimiento y la voluntad de la ciudadanía de Cataluña».

Pero ocurre que, para armonizar las exigencias catalanas e intentar acomodarlas a la Constitución, en el duelo Zapatero-Mas celebrado en la Moncloa se introdujo, a renglón seguido, la siguiente precisión: «La Constitución española, en su artículo segundo, reconoce la realidad nacional de Cataluña como una nacionalidad». Y esto tiene un claro valor interpretativo del Estatuto que supone una vulneración del propio artículo segundo que expresamente se invoca.

Si a todo esto se añade que el Estatuto regula los «símbolos nacionales» de Cataluña en función de su condición de nacionalidad reconocida por el artículo segundo de la Constitución, es evidente que el PSOE ha consentido convertir en nación al histórico Condado  de Barcelona o Principado de Cataluña –nunca reino de por sí- como nación quedará integrada en el Derecho español.

El hecho de que una norma del ordenamiento jurídico español, del que forman parte integrante los Estatutos de autonomía, defina que Cataluña es una nación cuya «realidad nacional» conduce a su consideración como nacionalidad, todo ello con expresa invocación del artículo segundo de la Constitución, legitima a las instituciones catalanas no sólo para «sentirse nación» sino para «ser nación», sin que nadie pueda impedir su invocación dentro y fuera de España.

El Estatuto consagra así el nacimiento de una nueva nación, Cataluña, mientras agoniza la única nación que proclama la Constitución, la española, aquejada de una grave enfermedad estatutaria. Y todo esto ocurre con infracción de las normas de reforma de la Constitución y sin contar con el pueblo español. Lo peor es que una parte de la ciudadanía, proclive a la aceptación de la propaganda socialista, asiste indiferente a la desaparición de la patria común.

Hasta ahora la declaración del Parlamento de Cataluña no pasaba de ser  la formulación política de un deseo o de un sentimiento, sin ninguna consecuencia jurídica. Cuando las instituciones catalanas otorgaban carácter «nacional» a alguno de sus servicios culturales, como por ejemplo la Biblioteca Nacional de Cataluña, desbordaban sin duda los límites estatutarios. Pero a partir de ahora si la Generalidad decide rebautizar con el calificativo de «nacional» a todos sus servicios nada podrá objetarse pues el concepto de nación va implícito, según el nuevo Estatuto, norma jurídica del Estado español, en su condición de nacionalidad.

Se dirá que el artículo segundo de la Constitución configuró a España como una «nación de naciones». En los debates constitucionales, los representantes de la Minoría catalana reivindicaron este concepto, sin duda contradictorio en sus propios términos, alegando que en el campo de la ciencia política había que innovar. Pero de la lectura del preámbulo y del articulado del proyectado Estatuto no hay ni rastro de semejante concepción. Porque si España es una nación de naciones, como proclama un día sí y otro también, Pascual Maragall, ¿por qué los nacionalistas ni los socialistas catalanes han accedido a reflejar en el Estatuto que la nacionalidad o nación catalana forma a su vez parte inseparable de la nación española?

No sólo no se ha hecho así, sino que al considerar sinónimos nación y nacionalidad, la consecuencia no es otra que la transformación por vía estatutaria del Estado español en un Estado plurinacional. Si en futuras reformas estatutarias se reconoce como naciones a quienes de acuerdo con sus respectivos Estatutos  se hayan definido como nacionalidad [es el caso del País Vasco, Galicia, Andalucía, Aragón, Baleares, Comunidad Valenciana y otras podrían considerarse como tales (¿acaso Navarra no podría invocar títulos bastantes como para, en este contexto, ser tenida como nación?)], en tal caso el actual Estado español, fruto de la soberanía única e indivisible del pueblo español, habrá saltado por los aires, sin necesidad de tocar un ápice de la Constitución.

El nuevo Estatuto catalán convierte a la Generalidad en un auténtico Estado, pues son de tal calado las competencias que se le atribuyen que su aplicación práctica será que el Estado español deje de tener presencia directa en Cataluña. Establece su artículo tercero que las relaciones con el Estado «se rigen por el principio general según el cual la Generalitat es Estado». Pero es éste un brindis al sol, porque en realidad lo que se configura es «otro» Estado. En 1934 (también esto es memoria histórica), violando el principio de lealtad a la República, el presidente Companys proclamó el «Estat català», disuelto pocas horas después por la oportuna intervención de una compañía del Ejército. En esta ocasión, el honorable Pascual Maragall no necesita salir al balcón del Palau de la Plaza de San Jaume para hacer tan inconstitucional declaración. Le bastará con esperar a que sea el Boletín Oficial del Estado el que certifique la proclamación de Cataluña como nación y la conversión de la Generalidad de facto en el «Estat català».

Resulta significativo que en el proyecto de Estatuto no se haga ninguna referencia al Delegado del Gobierno en Cataluña, al que –conforme a lo dispuesto en la Constitución- corresponde la dirección de la Administración del Estado y la coordinación, cuando proceda, con la Administración propia de la Comunidad Autónoma. Es posible que no tengan más remedio que mantener esta figura, pero habida cuenta que ya no tendrá nada que dirigir ni coordinar el Delegado se habrá convertido en el «embajador» del Estado en Cataluña.

A pesar de algunas cautelas o limitaciones introducidas en el trámite de ponencia, también la regulación del principio de bilateralidad será fuente de grandes conflictos. No olvidemos que para los redactores del Estatuto, la bilateralidad se concibe como el derecho de Cataluña a participar en la definición de las escasas políticas o competencias que aún se reservan al Estado. Si Cataluña es una nación que forma parte de un Estado plurinacional, la Generalidad tiene derecho a participar directamente en la toma de decisiones del Gobierno central. El argumento sería impecable si no fuera porque la Constitución no autorice la creación de tal Estado plurinacional. En materia de política exterior, por ejemplo, cuando se trate de competencias exclusivas (casi todas) o de asuntos que afecten a los intereses económicos y administrativos de la Comunidad catalana (prácticamente todos), la posición catalana será «determinante» para el Estado.

Bien es cierto que la bilateralidad ha quedado atemperada en el trámite de ponencia como consecuencia de la introducción de una pintoresca disposición adicional que faculta al Estado para apartarse del  criterio de la Generalidad con tal de que su decisión sea motivada. Pero cuando se produzca desacuerdo las instituciones catalanas alegarán que se incumple el Estatuto y denunciarán al Gobierno central por actuar en contra de los intereses generales de Cataluña. Los conflictos políticos con el Gobierno de la nación proliferarán por doquier y, en cualquier caso, habremos entrado en una dinámica puramente confederal de imprevisibles consecuencias para el mantenimiento siquiera de la unidad de ese Estado plurinacional.

Es cierto que los independentistas catalanes han expresado su disgusto porque quieren que la proclamación de Cataluña como nación figure no en el preámbulo sino en el artículo primero del Estatuto. Tal vez su repulsa sea sincera y no forme parte de una estrategia astutamente diseñada para salvar la cara del PSOE ante el resto de España. El extremismo de ERC sería así equivalente al extremismo y la intransigencia del PP.

En cualquier caso, la alegría de los «nacionalistas moderados» es el presagio de una nueva escalada soberanista. CIU es consciente de que si juega al todo o nada –como suelen hacer sus homólogos vascos-, la cuerda puede romperse y lo que importa en este momento es dar un nuevo, irreversible y gigantesco paso hacia la meta final a la que en modo alguno renuncian. Por eso, en público y en privado afirman que este Estatuto tiene los días contados. ¿Los tendrá también España?

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