En 1993, Samuel P. Huntington, profesor de la Universidad de Harvard, publicó en la revista «Foreing Affaire» un famoso artículo titulado «Choque de civilizaciones». Tres años después, con el mismo título, publicaría un libro que ya es un clásico de la ciencia política. Poco tiempo atrás el se había producido el derrumbamiento del comunismo soviético. La bipolarización del mundo entre el socialismo y el capitalismo había desaparecido. Pero otro gran problema se cernía sobre la humanidad. El mundo árabe, a causa del enconamiento creciente del conflicto palestino-israelí, se encontraba en plena ebullición y el fundamentalismo islamista tenía ya en el punto de mira la civilización occidental. Huntington expuso su pensamiento con claridad meridiana:«Es mi hipótesis que la fuente fundamental de conflicto en este nuevo mundo no será primariamente ideológica o primariamente económica. Tanto las grandes divisiones de la humanidad como la fuente dominante de conflicto serán culturales. Los Estados-nación seguirán siendo los actores más poderosos en los asuntos mundiales, pero los principales conflictos políticos internacionales ocurrirán entre naciones y grupos de diferentes civilizaciones. El choque de las civilizaciones dominará la política mundial. Las líneas de fractura entre civilizaciones serán las líneas de batalla del futuro».
Huntington concluyó afirmando que «hay conflicto en la línea de ruptura que separa la civilización occidental de la islámica desde hace 1300 años», que esta interacción militar «podría hacerse más virulenta» y que en ambos lados «se ve como un choque de civilizaciones».
Es seguro que el presidente Rodríguez tendría muy presentes las profecías de Huntington cuando desde el inicio de la legislatura lanzó, como contrapunto a su inevitable «choque de civilizaciones», la idea de la «alianza de civilizaciones». Para nuestro bienintencionado presidente el diálogo entre las diversas culturas del mundo así como la lucha contra la pobreza universal, según su pensamiento de hace unos días, son imprescindibles para acabar con el terrorismo islamista, al que no gusta llamar por su nombre pues utiliza la expresión «terrorismo internacional» que no deja de ser una manera de no llamar a las cosas por su nombre.
La puesta en marcha de la gran aportación ideológica del presidente Rodríguez a la paz entre los «planetas» (aquí ministra Calvo dixit) nos ha costado a todos los españoles un millón de euros, que administrará el probo y honrado secretario general de la ONU, Kofi Anan, encargado de formar un «comité de sabios» para buscar la fórmula de convertir a todos los hombres en «justos y benéficos», tal y como decretó la Constitución de Cádiz respecto a los españoles de 1812.
Como es conocido yo no tengo el don de la sabiduría, así que estoy seguro de que el secretario general de la ONU no tendrá la menor intención de llamarme a formar parte del «comité de sabios». Sin embargo, como humilde ciudadano dotado de un poco de sentido común me siento capaz de formular algunas consideraciones sobre el plan de nuestro presidente.
Pues bien, se me ocurre que lo de la alianza de civilizaciones ya está inventado y además se sabe la fecha con toda exactitud. Fue el día 10 de diciembre de 1948, fecha en que la Asamblea General de las Naciones Unidas proclamó la «Declaración Universal de Derechos Humanos». El problema está en que al cabo de casi sesenta años la declaración resulta ser papel mojado para muchos de las naciones firmantes. Si todos los pueblos del mundo respetaran el solemne pronunciamiento de la ONU otro gallo cantaría a la humanidad.
Ahondando un poco más, y teniendo por prácticamente equivalentes los conceptos de civilización y de cultura, podemos comprobar que salvo donde impera el islamismo en su vertiente fundamentalista (discriminación de la mujer, intolerancia religiosa con los infieles, persecución ideológica y justificación del terrorismo para implantar el régimen islámico) no existe ningún problema de convivencia entre civilizaciones y culturas.
Nadie en su sano juicio podría decir que Japón o Taiwán, cuyas tradiciones culturales son sensiblemente diferentes a las sociedades conformadas por el cristianismo, no participan del mismo sistema de valores propio de las naciones democráticas occidentales. En el caso de Turquía -cuyo primer ministro está dispuesto a ser paladín junto a nuestro presidente de la «alianza de civilizaciones»- el único problema (además del kurdo) es la pugna interior entre una mayoría de ciudadanos dispuesta a asumir los valores propios de la Unión Europea (sin cuya aceptación jamás entrará en ella) y un grupo fundamentalista islámico, hoy por hoy minoritario, que intenta apartar al país de la vía democrática. ¿Cabe alguna alianza entre ambas concepciones tan radicalmente diferentes? ¿Acaso el presidente Rodríguez está dispuesto a transigir con «civilizaciones» -que no deberían ser tomadas como tales- agresoras de la dignidad de la mujer, que aplican penas crueles, inhumanas y degradantes, que conculcan el odio al «infiel» y predican la intolerancia religiosa? ¿Comparte el presidente, por ponerle un ejemplo que le resultará especialmente querido, que en virtud del diálogo para la convivencia entre civilizaciones haya que transigir que la homosexualidad sea un delito, contraviniendo la propia declaración de derechos humanos?
Todos los esfuerzos para erradicar la pobreza del mundo son pocos. Pero vincular terrorismo y pobreza como si fueran el anverso y reverso de la misma moneda es una afirmación de escaso rigor intelectual. Es verdad que, no hace mucho tiempo, los comunistas justificaban el uso del terrorismo para implantar en el mundo la dictadura del proletariado. Pero en la actualidad los parias de la tierra, sean del Africa subsahariano, de algunas zonas de Hispanoamérica o del continente asiático, no se dedican a recorrer el mundo poniendo bombas para matar a la gente del pueblo llano. Los terroristas del 7-J, y con esto los predicadores del multiculturalismo han sufrido un revolcón, gozaban de bienestar, tenían cultura y además eran ciudadanos británicos perfectamente integrados. En España, el País Vasco ha sido y es una de las zonas más prósperas desde el punto de vista económico y sin embargo ha habido y hay terrorismo. En Irlanda del Norte no había hambre y, sin embargo, católicos y protestantes se despedazaron durante décadas.
Ocurre que donde hay nacionalistas que han elevado su nacionalismo a la categoría de valor absoluto (caso de ETA) o islamistas que hacen una interpretación fundamentalista del Islam (Al Qaeda y los grupos surgidos al calor de la Yihad o guerra santa) aparece el terrorismo.
Por eso, la mejor conclusión del «comité de sabios» impulsado por nuestro bienaventurado presidente sería recordar la proclamación aprobada por la Asamblea de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948. En ella se encuentra la verdadera alianza de civilizaciones y que dice así: «La Asamblea General proclama la presente Declaración Universal de Derechos Humanos como ideal común por el que todos los pueblos y naciones deben esforzarse, a fin de que tanto los individuos como las instituciones, inspirándose constantemente en ella, promuevan, mediante la enseñanza y la educación, el respeto a estos derechos y libertades, y aseguren, por medidas progresivas de carácter nacional e internacional, su reconocimiento y aplicación universales y efectivos».
Todo lo que no sea eso, son pamplinas disfrazadas de buen talante que, por curiosa paradoja, rima con intolerante. Con palabras más duras y contundentes se lo ha recordado al presidente Rodríguez, y a cuantos sedicentes «progres» pueblan la tierra, el primer ministro británico, Tony Blair, ese pobre hombre ganador de elecciones por la estulticia de los súbditos de S.M. la Reina, digno de ser vituperado por su sumisión al emperador Bush, y que si aplicáramos la misma vara de medir utilizada por Rodríguez con el presidente Aznar con ocasión del 11-M sería el verdadero «culpable» de la masacre londinense del 7-J por haber roto en Iraq la «alianza de civilizaciones».