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Fracaso escolar, fracaso social

En estos últimos meses están aflorando noticias diversas sobre la institución escolar. El informe PISA 2003 señala que los resultados de los jóvenes españoles de 15 años en ciertas herramientas básicas del conocimiento dejan qué desear. El abuso entre escolares (ahora se llama «bulling») parece ser una cuestión preocupante. La indisciplina en las aulas no remite. Los profesores denuncian su desamparo y desconsideración social. Se nota la ausencia integradora de una formación transversal en ciertos valores morales, éticos, sociales, cívicos (llámense como se quiera porque en el fondo es lo mismo). El intenso y novedoso proceso de inmigración, con sus aditamentos de desconocimiento del idioma y de la cultura, interfieren en el funcionamiento del sistema. Así podríamos seguir un buen trecho alargando este párrafo.Estos asuntos se analizan separadamente y, según los intereses, se cargan las tintas en unos u otros aspectos implicados. Lo cierto es que las competencias en las herramientas básicas del conocimiento (lectura, expresión oral y escrita y matemática), como dice el informe PISA, son deficientes entre los jóvenes españoles de 15 años. Si no sabemos leer, escribir y contar, dificultoso será el proceso formativo. Es cierto que en el contexto internacional esta población joven no se caracteriza por contener la proporción más alta de incompetentes. Pero también lo es que no se singulariza por lo contrario, por la proporción más alta de excelentes. Somos del montón, somos el montón. Estamos instalados en la dulce medianía. Por un lado el sistema escolar atiende bien el principio de equidad, pero por otro estamos perdiendo cuotas importantes de capital humano excelente.

En la búsqueda de soluciones, unos reivindican mayores recursos económicos para las escuelas, otros piden rebajar la relación del número de alumnos por profesor o de alumnos por aula. Hay quienes solicitan la presencia de trabajadores sociales en el contexto escolar; más orientadores, tutores, menos asignaturas, menos profesores especialistas, educación más temprana Algunos miran hacia el ámbito familiar. Hay quienes culpan a la LOGSE y a las utopías de igualdad del PSOE; quienes señalan que es el resultado de la política educativa del PP. Y como no, hay quien echa balones fuera.

Da la impresión de que circulamos en torno al ojo del huracán sin atrevernos a meternos de hoz y coz en él porque, quizá, encontremos allí realidades que exigen la adopción de importantes compromisos.

La educación es un derecho personal según la Constitución española, pero lleva implícito el deber correlativo de formarse, si nos referimos al sujeto del derecho a la educación, o de formar, para el resto de sujetos sociales. Es decir, el deber de formación vincula a todas las instituciones sociales: la persona sujeto del derecho a la educación, la familia y otras que configuran la sociedad.

La Declaración universal de derechos humanos señala que la persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad. El Pacto internacional de derechos económicos, sociales y culturales recoge la obligación de conceder a la familia la más amplia protección y asistencia posibles mientras sea responsable del cuidado y la educación de los hijos.

Considero que en España el derecho a la educación está sustancialmente satisfecho; no en vano la sociedad le ha prestado especial atención desde 1970 cuando se generalizó la educación básica. Entre los tres y los 16 años la población joven, salvo excepciones, está escolarizada al 100% y entre esta edad y los 18 años en el 83%. El principio de igualdad de oportunidades está presente en el sistema educativo. El informe PISA sitúa a España entre los primeros países que satisfacen el principio de equidad.

Por tanto, para explicar este fracaso, quizá debamos preguntarnos si estamos cumpliendo con el deber, con la obligación social y personal de formación. Esto nos llevaría, en primer lugar, a valorar si el joven (me refiero a él en términos generales), titular del derecho a la educación, está poniendo todo el esfuerzo y la voluntad de que es capaz para responder adecuadamente al derecho reclamado. No se debe rechazar, por tanto, que el sistema educativo exija la cultura del esfuerzo y del cultivo de la voluntad. El dicho popular que afirma «la letra con sangre entra» encierra importantes contenidos de verdad.

En segundo lugar debemos conocer si la familia está respondiendo al deber irrenunciable que tiene de educar a los hijos. No digo de instruirlos, para eso está la escuela, sino de aportarles criterios para ordenar sus hábitos y actitudes. Tarea que, salvo excepciones, cualquier adulto maduro puede y debe realizar. Al respecto, no podemos soslayar el hecho de que los fundamentos de la institución familiar están siendo minados radicalmente por factores sobrevenidos de orden económico, social, jurídico y antropológico. Entre ellos, por citar uno, el debate mismo sobre el sexo de los cónyuges que la constituyen. Algo tendrá que ver con ello la acusación formulada por amplios sectores del profesorado de que la escuela ha sido convertida en guardería.

En tercer lugar, es oportuno saber si la sociedad en su conjunto, y sus estructuras en particular, cumplen con el deber de prestar formación a los jóvenes. «Para educar a un niño hace falta la tribu entera» dice un adagio africano. En España así era en mi juventud. ¿Se hace ahora? La televisión, por citar un caso, que reclama a los jóvenes más tiempo semanal que la escuela, ¿está formándolos o deformándolos?

En cuarto lugar es preciso analizar si la estructura académica del sistema conoce el deber de facilitar la atención personalizada del joven, si satisface su diversidad de intereses, necesidades y aptitudes o atiende, por el contrario, a veleidades de partido político. La sociedad demanda un pacto político sobre educación que traiga la estabilidad precisa para protegerlo de éstas veleidades.

Estimo que con estos cuatro elementos bien tratados estaremos en condiciones de erradicar el fracaso escolar y, por ende, social.

Javier Marcotegui Ros, Parlamentario de UPN

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